10 años del final de la «mili»… ¿o no?

En estas fechas en que el aire fresco del estallido popular de indignación florece por plazas y barrios, el descoloque ante tal fenómeno (del que nos parece que hay mucho que aprender, reaprender, cuestionarse y observar atentamente), a Gasteizkoak nos dificulta abordar la reflexión que HIKA nos solicita sobre los 10 años del final de la “mili”, pues nos provoca una sensación de “abuelos cebolletas” al retomar extemporáneamente nuestras batallitas sobre “historias de la puta mili”. Aún así, intentemos afrontar el reto, dedicando este análisis principalmente a esa gente que ha ocupado las plazas y que, en su gran mayoría, afortunadamente, no ha conocido el servicio militar obligatorio. ¿O sí?

Son ya 10 los años transcurridos desde que oficialmente se acabó la “mili”. Ello fue posible gracias a tres décadas de cuestionamiento por parte del movimiento antimilitarista, (en un muy meritorio trabajo), más un militarismo en mudanza que comenzaba a abogar por el final del modelo de conscripción para apostar por el del ejército profesional.

A 10 años vista, y teniendo en cuenta que el propio militarismo no veía con malos ojos el final de la “mili”, cabe plantearse una cuestión en principio un tanto absurda: ¿verdaderamente se consiguió acabar con la “mili”? Parece que las evidencias empujan a afirmar que sí sin atisbo de duda: en el Estado español ninguna persona es obligada hoy en día a cumplir un servicio militar. Pero igual conviene rascar un poco más en el asunto para, como ya en aquel entonces se denunciaba desde el antimilitarismo, ver si desde las estructuras de Poder que dirigen el (des)orden mundial, más allá de un mero cambio de modelo de ejército, lo que se estaban adoptando era una nueva forma de “disciplinar a las masas, especialmente a la juventud, inculcándoles una serie de valores, comportamientos y expectativas vitales 1” que les conviertan en la mejor garantía de sustentación y continuación de ese (des)orden mundial que a los grandes poderes económicos, financieros y políticos les interesa mantener.

Visto así, igual ya no está tan claro que la “mili” terminara hace diez años. Porque, salvo las tan honrosas como minoritarias excepciones que siempre ha habido, si observamos nuestra sociedad actual, la gran mayoría de ella está(mos) cumpliendo esas expectativas de los poderosos. Vivimos (si a nuestro día a día se le puede llamar realmente vida) en una sociedad (la nuestra) uniformada, pues es difícil encontrar diferencias notables en el estilo de vida que mantenemos la mayoría de la “clase de tropa”, que además somos sometida a toda clase de “ejercicios de maniobras” tan absurdos como los que obligaban a realizar en la “mili”.

Pasamos buena parte de nuestra infancia y juventud dedicándonos a estudiar para conseguir una titulación que nos permita acceder a un puesto de trabajo… que sabemos que, en la mayoría de los casos no vamos a conseguir, pues como mucho vamos a tener empleos eventuales, pocas veces acordes a la preparación académica en la que hemos derrochado tantos años de lo que podía haber sido Vida (con mayúscula). Es el periodo de disciplinamiento inicial… lo que en la “mili” se llamaba “campamento”. El cebo que se utiliza para ello es un sistema educativo basado no en el aprendizaje y desarrollo como Personas, sino en una supuesta preparación técnica enfocada a convertirnos en “mano de obra (carne de cañón) disponible”. En ello juegan un papel señalado los “valores” de “eficacia, innovación, desarrollo, investigación, tecnificación…” que se impulsan como básicos para las sociedad actual… y que se acompañan de másters, cursos de postgrado y titulaciones varias.

Posteriormente llega el “sublime acto de la jura de bandera”´, que en la mili/sociedad actual tiene lugar cuando accedemos a nuestra primera hipoteca o crédito (para una moto, un coche, una casa…). Es el rito social por el que al igual que en la “mili” un recluta pasaba a ser soldado, nosotras adquirimos nuestra condición de “ser consumista esclavizado”, independizándonos de nuestros progenitores para vender nuestra libertad a bancos y entidades financieras, prácticamente de por vida. El mecanismo también es fácil de desentrañar: nuestra sociedad capitalista desarrollada se basa en una espiral consumista sin límites (salvo los que le va a poner el propio planeta) que hace del poseer (ya, aquí y ahora), derrochar, tirar para comprar de nuevo… las claves del éxito social. En ello juegan un papel protagonista la publicidad y el marketing… pero también el icono de la “juventud perpetua” que no sólo nos impulsa a disfrazar nuestros cuerpos y actitudes, sino también a desprendernos o alejarnos de todo aquello que parezca viejo y esté a nuestro alrededor…sea persona o cosa.

Tras nuestra conversión en soldados/consumidores viene el periodo más sensible: asumir que para lo que se nos prepara es para una guerra (eso que llaman vida) en la que tendremos que participar en largas y duras batallas (vender a diario nuestra fuerza de trabajo e incluso nuestro “tiempo libre” solamente para subsistir) en las que tendremos que hacer frente a condiciones penosas y desagradables (paro, crisis, recortes sociales). Nos dicen que mejor no pensar en ellas, no comernos el coco ni reflexionar (¿alguien recuerda bibliotecas o salas de estudio en los cuarteles?) y distraernos en la cantina (como hoy en día nos distraen de la reflexión las televisiones, playstations o internet)… y, sobre todo, no protestar, que a quien proteste se le retiran los permisos (se le ejecutan las hipotecas), se le degrada (exclusión social) y se le mete en el calabozo (aumento imparable de la población carcelaria). Para cuando entren las dudas, lo mejor, recurrir a los sagrados símbolos: el Todo por la Patria y la Sagrada Bandera reconvertidas ahora en el Salvador Capitalismo Desarrollado Occidental y su Nuevo Orden Mundial (del que, por cierto, también se cumplen 10 años desde el 11-S).

Y a todo esto, ¿quién es el enemigo contra el que hay que luchar, al que derrotar y exterminar? En realidad nuestro verdadero enemigo son nuestros propios mandos: desde los cabos y sargentos (grandes empresarios y banqueros locales) hasta los capitanes generales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, G-8) pasando por coroneles, comandantes y demás mandos intermedios (multinacionales, OTAN, Unión Europea, ONU… y evidentemente los partidos políticos que representan sus intereses en las instituciones). Pero, lógicamente, no es eso lo que nos cuentan.

Nos dicen que es un enemigo terrible y desconocido contra el que hay que estar continuamente alerta, pues ha demostrado que nos puede atacar en cualquier momento y lugar, y que para hacerle frente son necesarios todos los recursos y personas disponibles. Otras veces, cuando son menos sutiles, intentan convencernos de que el enemigo son el resto de culturas y religiones, que están equivocadas y/o atrasadas y que ponen en riesgo la verdadera: la nuestra. Pero si olvidamos su discurso y centramos nuestra atención en los “campos de batalla”, podemos darnos cuenta de que hay dos tipos de guerras, y en ambas las víctimas se parecen mucho.

En las “guerras oficiales”, cuando son “guerras civiles o internas” las víctimas son a menudo las poblaciones de pueblos y países empobrecidos en las que el tirano de turno apoyado por las potencias mundiales, ha dejado de serles útiles a éstas, y por eso alimentan con armas y mercenarios las guerras civiles que hagan posible colocar un nuevo tirano más de su gusto. Las otras “guerras oficiales” esas que nos presentan como “humanitarias”, suelen responder a los intereses geoestratégicos (rutas de paso de petróleo o gas, de acceso a mares…) o al expolio de materias primas que tienen esos países (petróleo, coltán para teléfonos móviles…). Por eso en esos casos las “potencias salvadoras” llegan, imponen a sangre y fuego su “orden”… y se quedan hasta que establecen un protectorado que garantice que les va a suministrar la materia que buscaban. Pero en todos los casos las víctimas son las mismas: poblaciones pobres: Incluso en el bando de las “potencias salvadoras”, pues sus tropas están compuestas en su inmensa mayoría por las razas (negros, hispanos, chicanos) y clases sociales más machacadas.

Pero existen otras “guerras no oficiales”, que matan y destruyen mucho más que las anteriores. Son las que provoca nuestro actual modo de vida. Se nos llena la boca hablando del “maravilloso mundo capitalista desarrollado en Occidente”, y resulta que éste es un modelo absolutamente injusto donde una pequeña minoría vive (vivimos) a costa de empobrecer y explotar a una inmensa mayoría y de expoliar el planeta. Mientras nosotras derrochamos energías, recursos o alimentos, y malgastamos nuestras vidas en una absurda carrera por conseguir más dinero para poder gastar más, millones de seres en el planeta mueren anualmente de hambre, de sed, de falta de atención sanitaria elemental… carencias todas ellas que podrían cubrirse con una ínfima parte de lo que derrochamos en nuestra loca carrera consumista.

Esa dinámica global se reproduce también a pequeña escala en nuestros pueblos y ciudades. Y, sin embargo, la actitud general que se puede observar es la misma: lejos de rebelarnos y resistirnos, solidarizarnos y organizarnos… practicamos el sálvese quien pueda y aspiramos a toda costa a ser cola de león antes que cabeza de ratón, aunque en esa batalla (que la inmensa mayoría perdemos) tengamos que ir pisoteando y abandonando a cientos de adversarios por el camino. Es decir, renunciando a nuestra condición más humana… justo lo que intentaban en los cuarteles para convertir a los jóvenes en soldados.

Vistas así las cosas, parece que se podría afirmar que realmente la “mili” no ha terminado. Simplemente se ha transformado. El Poder ha conseguido hacer tan sutil su control que ya no necesita internarnos durante meses en un recinto donde disciplinarnos y deshumanizarnos lo suficiente como para convertirnos en los peones obedientes y sumisos que necesita para que empleemos nuestras vidas en mantener su “chiringuito”. Es más, ha logrado convertir nuestras vidas en un perpetuo servicio obligatorio.

Para recuperar nuestra dimensión humana y aspirar a una vida real y un mundo realmente justo, es necesario poner en marcha de nuevo un movimiento por la abolición de ese servicio obligatorio actual. Si no queremos formar parte de ese “ejército” para el que nos reclutan habrá que plantearse qué hacer. En esa tarea nos puede servir la experiencia del antimilitarismo en su oposición a la anterior mili. En primer lugar para recordar que el escaqueo no es una opción válida (más allá de un triste lavado de conciencia personal). Igualmente, para tener en cuenta que la deserción es válida como salida personal ante el conflicto, pero que si no es colectiva y organizada no sirve para acabar con la “mili”. La experiencia antimilitarista nos lleva a defender la insumisión como forma más indicada para poner en cuestión el actual servicio obligatorio hasta conseguir abolirlo. La tarea sin duda será ardua, larga y difícil (se trata nada más y nada menos que de transformar la sociedad), pero tal vez sirva de ánimo el pensar que cuando ahora hace algo más de 30 años unos pocos jóvenes comenzaron a cuestionar públicamente la “mili”, fueron considerados unos marcianos por su sociedad… pero a base de argumentación, compromiso e imaginación, lo que parecía imposible, en “sólo” 30 años se consiguió.

En estas semanas en que las plazas y calles de nuestras ciudades son recuperadas y transformadas por la indignación colectiva, hay razones para pensar que de esas plazas pueda surgir una nueva semilla transformadora. Pero para eso probablemente será necesario que la indignación vaya dando nuevos pasos hasta llegar a la insumisión. Démosle el tiempo necesario para que brote, y arrimemos todas el hombro con lo mejor que podamos aportar. Quizá haya empezado la cuenta atrás para abolir esta nueva “mili”.

 

Colectivo Gasteizkoak

Publicado en Hika en junio de 2011

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  1. Frase muy parecida a las que desde el antimilitarismo utilizábamos para denunciar algunos de los verdaderos objetivos para los que estaba diseñado el servicio militar obligatorio.

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